Lo que el jazz nos enseña sobre improvisación
Cuando los esclavos pudieron tocar instrumentos, toda la energía acumulada durante siglos se tradujo en una música intensa, rítmica y sensual. De los recitales donde se tocaba jazz (jam session) surgieron unos códigos que hoy nos pueden enseñar bastante sobre impro para la vida.
Terminaba el siglo 19 y la humanidad contaba con un nuevo invento: algo que permitía grabar sonido y reproducirlo en discos de 78 revoluciones. Las miradas se dirigieron a la música porque esta tecnología podría servir para que las personas escucharan sus canciones favoritas en casa. Un primer intento consistió en traducir al disco las grandes obras de la música clásica. Sin embargo, se requerían más de 20 discos para contener una sinfonía completa.
Los defensores de la música culta se esforzaron de todas las formas posibles para hacer arreglos, adaptaciones, versiones más cortas del repertorio clásico. Pero algo no cuadraba: traducir obras de dos horas de duración a discos de 7 minutos, era una tarea ardua sin compensaciones notables en ventas.
Pero había una música nueva, más flexible, que se adaptaba perfecto al nuevo formato: el jazz. Pleno de ritmo, baile y melodía, los compositores de jazz escribieron su material pensando en los 7 minutos de duración: cada canción empezaba con una introducción, unos versos, unos coros, y una buena cantidad de minutos para improvisar. En vivo, estos minutos se alargaban más, de forma que en una noche pudieran sonar unas 7 u 8 piezas, que se podrían alargar o variar según el contexto.
El jazz tiene una estructura que se basa en la improvisación. Y, para facilitar las cosas, nos puede enseñar cantidades sobre la impro, y, por tanto, sobre la vida.
En el jazz siempre se predefinen unos puntos de encuentro de todos los músicos, y unos espacios para improvisar. Por tanto, hay momentos de sincronía, donde todos se encuentran tocando lo mismo, y momentos para el solo, donde cada uno tiene su turno para brillar. En el partido de fútbol del barrio, alguien gritaba “dame la confianza”, y recibía el balón. Quien entrega el balón confía en el otro y sabe que hará lo mejor para lograr el objetivo. En la vida: hay momentos para todos hacer lo mismo y momentos para destacar, para hacer el solo, para tomar el balón y adelantar líneas, para pasar al centro de la pista de baile. Los tránsitos entre los momentos colectivos y los individuales son la base de la impro, y nos ayudarían a entender cuándo es otro el que tiene la palabra y cómo escucharlo nos ayuda a tocar un gran concierto.
En el jazz, cabe hacer cambios respecto a lo ensayado, pero se trata de cambios concertados entre los músicos, que se miran, se hacen gestos o marcas con los instrumentos. Como no hay tiempos cerrados, todo se da en el fluir. Cuando uno de los músicos quiere más tiempo, o la banda considera que su solo está muy fantástico como para interrumpirlo, surgen unas miradas, unas ciertas formas de enfatizar con el instrumento, que le entregan esa confianza. En la vida: leer el contexto permite saber cuándo alguien no está de ánimo para escucharte, o cuál es el momento más pertinente para lanzar una idea. Escucha, confianza y lectura del contexto, sería una gran definición de la impro para la vida.
En el jazz, lo que define cuánto dura la pieza, el set y cada rutina, es el contexto, el calor de la jugada. La respuesta del público es la que media entre lo que los músicos quieren tocar, lo que sus talentos pueden dar y lo que el público está dispuesto a recibir. Esa complicidad hace que la música sea elástica, que se detenga donde hay más baile, que se acelere o se toque con más intensidad. En la vida: te debes a tu cliente, a tu líder, a tu audiencia… tanto más pronto sepas qué valoran de ti, tanto mejor puedes mejorar tus fortalezas y reconocer las debilidades.